viernes, 5 de noviembre de 2010

MI VIDA EN SUIZA 4


MI VIDA EN SUIZA
1 DE OCTUBRE.
A las ocho de la mañana acudo a la convocación del señor Perriset. Me hallo en el vestíbulo de un hotel. En mi ángulo visual descubro dos conserjes distinguidos, dos porteros estirados, un recepcionista amanerado y una telefonista guapa como lo debió ser la bella Melisendra.
El señor Perriset me hace esperar un rato. Al cabo, aparece con aire muy atareado y una densa aureola de perfume caro.
¿Por qué ha venido tan temprano?
Usted me dijo que…
¡Ah! Está bien.
Se advierte en su semblante dos impulsiones antagónicas: no quiere reír, pero es un placer desahogarse. Se mueve con dinamismo exagerado, tomando y dejando papeles sin dirigirles la mirada.
Venga a las diez y media a comer. Después se presenta al jefe del office. Disculpe. Tengo mucho trabajo.
Marcha sonriendo, dejando una estela de disculpas y lucecitas, mientras sonríe como un hombre inteligente.
El recepcionista aprovecha para indicarme la puerta de servicio, por donde deberé entrar en el futuro. Luego me señala la oficina del personal. En el control, otro empleadillo delicado, que parece un estudiante de Oxford, me toma la afiliación y me da una tarjeta para controlar en el reloj mis entradas y salidas.
En el comedor, una alcavela de hombres y mujeres pugnan por tomar los alimentos, provistos de plato y cuchara, que un mocetón desmañado saca en bandeja por el hueco de un montacargas. Los empleados proceden a un nuevo ataque cada vez que sale una bandeja, vaciando el contenido en menos tiempo que se tarda en decirlo.
¿Eres español?, me pregunta un joven moreno de mirada exaltada.
Sí, soy español.

El joven me conduce del brazo hasta una mesa. Me invita a tomar asiento. Dice que está contento de conocerme, pues ha advertido que yo soy un compatriota; celebra que haya sido yo. Lo dice llenamente, apenas hablamos dos palabras. Se llama Diego y espera que seremos buenos amigos. El joven habla con énfasis, accionando con las manos.
Celebro no tener que compartir esta vida con uno de esos patanes escapados de nuestro país.
Así mismo lo dice.
Diego viste bien; tiene unos diente pulcramente cuidados. Mientras comemos, me informa sobre el trabajo.
Los platos se lavan a máquina. Podré habituarme en varios días. La comida, dice no puede soportarla. Son sosas y sin gusto; hay tantas salsas y revoltijos, que no puede uno saber lo que está comiendo.
Tienes que ir a la farmacia para comprar vitaminas, pues muchos días te quedaras sin probar bocado.
Habla convencido. Grita y golpea la mesa con el puño.
A menudo, sus ojos se elevan al cielo, como los de un profeta de Cáceres.
Victorio es el jefe del office. ¡Mucho ojo con Victorio! Es un italiano malo.
El perverso Victorio ha dicho de Fiore que nos hará trotar a los españoles. Fiore come en la masa contigua. Fiore es el italiano bueno.
Porque los italianos, dice con mirada penetrante, los hay que son malos; los hay que buenos.
Los personajillos del hotel, ya los iré conociendo. Chicho, en la mesa de las mujeres, bruto y salvaje, junto a Rosa. ¡Rosa! ¡Ay! Napolitana y sucia siempre ardiente.
El que come en el fondo, poniendo cara de asqueado, está casado con Emilia. ¡Emilia! ¡Válgame Dios! Ahora juega con Giuseppe, el zángano que saca las bandejas por el hueco del montacargas. ¡Mira cómo abraza a Emilia y la palpa por todos los lados!
En el office; la hora de la verdad ha llegado. Victorio el italiano malo, nos mira de perfil. Los patronos le pagan para vigilarnos. Diego sigue desatinando:
¡No aguantaré esta esclavitud por más tiempo!
José Antonio Torres, Luís Suárez

Lausana, 1970 Corme, 2010.

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